domingo, 13 de enero de 2008

NOVELÓN POR ENTREGAS

Eduardo José Caparrós Palacios arrojó el mando al oír el primer tono, se incorporó del sofá con el segundo, descolgó el auricular cuando éste ya había emitido el tercero, preguntó pero quién es usted pero quién es usted pero quién es usted, escuchó el mensaje mientras con la mano izquierda hurgaba en el bolsillo del batín, dibujó en su cara el mismo adjetivo que suelen poner los personajes en las traducciones al castellano de los interminables novelones por entregas del siglo diecinueve y, como si él fuese uno de esos personajes y una fuerza superior guiara su presencia de sonámbulo, colgó el auricular, alcanzó el abrigo, cogió un móvil que aguardaba su tacto de amo sobre el mueble de la entrada, saltó al rellano, ingresó en el ascensor, cruzó un zaguán y una puerta siempre dejándose llevar, hasta que las suelas de sus zapatos tocaron los adoquines y, con ellos, la evidencia de que no tenía muy claro adónde se dirigía su destino inmediato, tal vez porque tampoco tenía muy claro su pasado reciente, es decir, que no sabía a ciencia cierta qué pintaba él ahí, en medio de esa inercia de la acción que forzaba la necesidad imperiosa de llenar una frase y un párrafo y una página y luego un capítulo a costa de su felicidad inofensiva de hombre común, sin mayores aspiraciones, habituado al mero placer de mirar los programas de la tele sin que el auricular del teléfono lo importunara con deberes intempestivos que no respetaban el mínimo decoro. Así que el cuerpo de Eduardo José Caparrós Palacios se paralizó a dos metros de la puerta, agotado ya por la primera indecisión -¿derecha?, ¿izquierda?-, abrumado por la responsabilidad de encarnar a un tipo sin escrúpulos en un ambicioso folletín de amores y desamores, de celos y derrotas. Y fue ahí, acurrucado sobre el bordillo del primer párrafo y pálido como el cadáver de un comienzo frustrado, donde lo halló el coche patrulla y donde, media hora más tarde, sólo pudo certificar su muerte el servicio de urgencias de la ciudad.

4 comentarios:

Pedro López Martínez dijo...

He aquí la viceversa del relato hiperbreve que se me ocurrió el otro día. El comentario de Miguel Ángel Orfeo ha sido providencial para que intentase esta otra cara de la misma moneda. Y también la providencia, que últimamente no descansa, ha querido que éste sea el resultado de aquel reto.

Pedro Andrés Vicente dijo...

Acabo de llegar a tu alforja. Muchas gracias por invitarme a los desvelos que nos hacen mágicos en la desnudez de la experiencia.
Te aseguro, Pedro, que he disfrutado como nunca delante de un ordenata. No salgo de mi asombro digital.

Vargas dijo...

O sea, que el tamaño algo importa, sobre todo si es para modificarlo, para estirar lo diminuto o jibarizar lo inmenso. Me gustan mucho estos juegos metaliterarios que haces.

Miguel Ángel Orfeo dijo...

Qué bueno, Pedro, que mi comentario te sirviera de inspiración. Me ha parecido interesantísimo el juego de utilizar recursos inapropiados para lo que demandan microrrelato y novelón, es decir, que para éste utilices ascensor (elipsis), e infinitos peldaños para aquél (rodeo). Pero Vargas lo ha dicho mucho mejor que yo: estirar lo diminuto, jibarizar lo inmenso. Sí, qué bueno.